Hemos tenido el agrado de contar entre nuestros huéspedes con Gabriela Massuh, escritora y editora residente en Buenos Aires. Ella nos cuenta su experiencia:
«Me cuesta mucho planear mis vacaciones. Nunca sé bien a dónde ir para deshacerme del agotamiento que produce el hecho de vivir en Buenos Aires, cada vez más contaminada, ruidosa y violenta. Me pasa siempre: elijo un lugar que tiene fama de tranquilo y al segundo día no puedo soportar los parlantes, celulares o alarmas. MI fantasía siempre fue un hotel solitario sobre la ladera de alguna montaña; un hotel de pocas habitaciones, de trato amable, que no exija grandes vestuarios para ir al comedor o a la pileta y me permita leer esos libros que eternamente quedan pendientes. Parece sencillo, al fin y al cabo, no tengo muchas pretensiones. Pero mis amigos no saben qué recomendarme: tu sueño no existe, me dicen y yo me resigno a quedarme en Buenos Aires.
Este año volví a probar suerte. Un amigo que me conoce desde hace años me recomendó la hostería de Bello Horizonte. Es justo lo que buscás, me dijo y agregó: puede ser que la hostería esté “un poco descuidada”. El matrimonio inglés que la había llevado durante décadas había muerto hace algunos años y era posible que la hostería hubiese ingresado en uno de esos períodos vacilantes que caracterizan el fin de una época.
Yo conocía muy bien la zona, de hecho, pasé muchos veranos en Yacanto. Las fotos de la Hostería que descubrí por internet no me daban la sensación de descuido. Es más, todos los días veía aparecer nuevas fotos en una página que se iba renovando rápidamente. Tomé coraje y reservé. Llegué a principios de enero y me sorprendió que no me recibiera ningún descendiente de ingleses sino una joven y flamante dueña: Claudia. Hacía solamente dos meses que ella y su marido se habían asociado con un matrimonio Villa Dolores para comprar Bello Horizonte. En seguida percibí una insólita hospitalidad; como era una de las primeras huéspedes, me dejaron elegir el cuarto y no sólo eso, me pusieron un escritorio, un sillón de lectura y una repisa en el baño. Aunque todo parecía recién pintado, en seguida descubrí que había una voluntad explícita de mantener el mobiliario y la atmósfera originales. Las camas tenían colchones y sábanas recién compradas, los roperos habían sido pintados como se pintan los muebles del campo.
No es fácil poner a punto un hotel que fue construido a fines de 1800, sobre todo cuando se pretende hacerlo coincidir con lo que fue para no traicionar una tradición. “Antes se construía de otra manera” escuchamos decir siempre, un latiguillo que justifica parches y remiendos absurdos. Es mucho más fácil parchar o tirar abajo que respetar las construcciones de antes, dejarlas como eran, preservar su historia, cuidar del tiempo pasado y hacerlo llegar hasta nuestros días para que forme parte de nosotros, de lo que somos hoy. Nuestra actitud más expandida es arrasar con todo y reemplazarlo con algo más grande, más alto, más vistoso, más… rendidor. Esa es la corriente. Basta ver cómo se está destruyendo la identidad de Buenos Aires por la construcción de torres no para que la gente viva, sino para que la gente invierta (o especule).
A primera vista, un conjunto de viejas sillas de madera apiladas en un rincón parecen servir solamente como leña. Pero también pueden pulirse, barnizarse y restaurarse para que vuelvan a cumplir su función. Un pedazo de madera centenaria comida por los años, con un hueco redondo en el centro, parece algo inútil, pero no: es un utensilio que allá lejos y hace tiempo alguna india comechingona usó como mortero. Un cajón oscuro tapado por la tierra es un arcón lleno de fotografías… y así sucesivamente. Claudia (y Darío, su marido) no se desprendieron de ningún objeto cubierto por capas de polvo vetusto. Todo sirve para volverlo a su funcionamiento original y, de paso, para mantener viva la historia del hotel.
Claudia y Darío eligieron el camino más difícil: nadar contra la corriente y tomarse el tiempo de la preservación, tal vez como homenaje a los que allí vivieron y a los que vendrán después. Esta actitud tiene a la larga mucho más valor que la eficiencia de la ganancia inmediata. Esta apuesta, no a crear de la nada sino a cuidar lo que ya está, no es frecuente. Sin embargo, el respeto por la historia es lo único que le cuadra a la increíble y apabullante belleza natural del entorno. Está demás confesar que en Bello Horizonte pasé unos días maravillosos. No sólo porque tuve tiempo para caminar, para leer o para descansar, sino porque todo movimiento dentro del predio del hotel y sus inmediaciones era como una peregrinación hacia el pasado en la que podía encontrarme también con huellas que me retrotraían a mi infancia: una parra de uva chinche, el sabor de las vainas de algarrobos, las bellotas de un chañar, el canto del zorzal chimango, el constante graznido de las cotorras, el sabor a dátil de las bellotas de una palmera, el mortero indígena, una cabrita preñada, un espejo que había pertenecido a un mueble-tocador, una vieja mesa de planchar y, por supuesto, centenares de libros, en su mayoría en inglés.
Seguramente falta mucho por hacer. Ninguna artesanía, ningún trabajo manual restaura una inmensa reliquia en dos meses, ni en tres, tal vez ni siquiera en un año. Pero se hace camino al andar, paso a paso, dándole tiempo al tiempo. Confiando no en las máquinas o la tecnología, sino en esos saberes heredados que nos enaltecen como personas, nos hacen más humanos y nos devuelven lo que estamos perdiendo: el respeto por el tiempo, por la naturaleza y sus ciclos»

Gabriela Massuh, escritora y editora. Desde la sección cultural de Instituto Goethe de Buenos Aires contribuyó a formar, en especial a partir de 2001, una red de investigadores, artistas y protagonistas de movimientos sociales de América Latina y Europa dedicados a reflexionar sobre nuevas formas de convivencia política, social y cultural.